Uno de los grandes desafíos de la educación de valores es pasar de la enunciación, de la proclama, del consejo, de la moraleja, del dicho… al hecho. Y, para ello, son necesarios los buenos ejemplos de acción, los modelos de comportamiento a imitar. En este sentido, en una sociedad que discrimina, que no siempre ofrece oportunidades equivalentes a todos para alimentarse, crecer, trasladarse, estudiar o trabajar, estos modelos de comportamiento, justamente, no abundan. Al menos, los que nos interesan: aquellos que representan, orientan o promueven los valores que queremos enseñar.
Si nuestras clases son planificadas con los recursos necesarios para atender a la diversidad de modos de aprender que existe en cada grupo, podrá ser retomada expresamente a la hora de reflexionar sobre estos mismos valores en la sociedad como un ejemplo, uno del que todos en el grupo podrán hablar y analizar; en el que, en lugar de “emitir” un contenido, cumpliendo con la mera obligación de “ponerlo a disposición” de quien pueda aprenderlo, nos preocupamos por traducirlo, por diseñar una estrategia comunicacional y presentarlo de manera que cada uno tenga su oportunidad de aprenderlo.
Así, mientras enseñamos los diferentes contenidos de cualquier disciplina (historia, matemática, etc.), silenciosamente generaremos experiencias que luego, cuando decidamos abordar la enseñanza de valores, podemos retomar y hacer evidentes para los alumnos. Si bien muchos podrán reconocer que el maestro trajo, hizo o dijo algo especialmente para ellos, habrá otros que no lo harán o no se darán cuenta. O que no tomarán conciencia del trabajo que esto implica y de las otras opciones –menos sensibles y respetuosas de la diversidad– que se dejaron de lado. Así, como decíamos anteriormente, las clases de las diferentes disciplinas serán mejores y, a su vez, serán casos cercanos y significativos para el grupo: constituirán recursos didácticos para la enseñanza de valores como la solidaridad o la tolerancia.